Andanzas de monaguillos (Viatico y Nieve) por J. Armando del Rosal

José Armando del Rosal, Mando, como era conocido en Cornellana, fue durante una amplia época el cornellanense que se encargaba desde las paginas de La Nueva España, como corresponsal del periódico, de dar a conocer todas las noticias que se iban sucediendo en la zona y que junto a las relativas a la temporada de pesca del salmón, ponían a Cornellana en el mapa. También participaba en los portfolios que se editaban con motivo de las fiestas de Nuestra Señora de agosto contando anécdotas vividas en el pueblo.
Por ello, hoy traigo una de estas anécdotas recogida en su cuaderno, Andanzas de Monaguillos, del que voy a relataros su introducción y una de las narraciones titulada "Viático y Nieve":

Comienza Armando del Rosal su relato con una dedicatoria que quiero citaros: "A mis nietas Alba y Daniela, a las que tanto quiero. A los compañeros de aventuras, que menciono en las narraciones, y a ti, si tienes la paciencia de leerlas"

INTRODUCCION

"Hubo dos épocas asaz diferentes en mis once años de monaguillo (marzo de 1938 a marzo de 1949): la primera corresponde a mi niñez, entre 1938 y 1943; la segunda, ya en mi adolescencia, entre 1943 y 1949. Ambos periodos de tiempo son coincidentes, así mismo, con dos párrocos distintos: en el primero ostentaba el cargo, don José María Rodriguez García-Loredo (el me había bautizado), hasta que, a mediados del año 1943, pasó a regir la feligresía de San Nicolas de Bari, en Avilés, que había obtenido por oposición; en el segundo, a partir de octubre del mismo año, el nuevo párroco fue don José María Suarez Martinez, procedente del Ejercito del Aire, en cuyo cuerpo ejercía como capellán castrense. Lo único que no cambió para mi, ni por supuesto, para los feligreses fue el nombre, los dos eran don José.
El párroco de mi infancia llego a contar, en algún tiempo, con tres acólitos. Su idea, manifestada muchas veces, era llegar a reunir hasta doce - tantos como los apóstoles - para lograr en algunas celebraciones especiales, dar cierto aire de magnificencia a las ceremonias. Más por las causas que fueran nunca llegamos a pasar de tres los "titulados", aunque si es cierto que había algún que otro ayudante. Estos éramos los tres: Lolo Martinez (con el paso del tiempo don Manuel, virtuoso sacerdote y ejemplar párroco en varias feligresías de la región) José Antonio Expolita, Coqui para los de su infancia, aspirante así mismo a cura, pero que no pasó más allá de dos cursos y no por incapaz, en el seminario de Donlebún; y un servidor, decano en la sacristía y, por ende, jefe supremo, del exquisito grupo, aunque es preciso aclarar que, por disposición del párroco, cada semana, y por riguroso turno, uno de los tres era el responsable de las tareas encomendadas.
Con la llegada del nuevo párroco, en mi adolescencia ya, y la marcha al seminario de los dos compañeros de la niñez, el servicio pasó a depender exclusivamente de mí. Pero es justo que quede aquí constancia del favor que me hacían los seminaristas, cuando, en las temporadas vacacionales, solían ser ellos los que ayudaban a misa de diario, lo que a mí me proporcionaba un apetecido descanso... y una disimulada satisfacción: la misma que me deparaban algunos de los ayudantes o aspirantes a monaguillo, que ya habían aprendido a ayudar a misa, y que gustosamente se brindaban a sustituirme en la labor. Recuerdo los nombres de varios de ellos, tanto de la era de un párroco como la del otro; Jesús Diaz Martinez, primo de Lolo y que como el también llego a ordenarse sacerdote; Faustino Diaz, (Tino el de Sergio) Rafael Gonzalez (Falo el de las máquinas) Rafael Diaz (Falo el de Laura) Gregorio Peragón; José Luis Suarez; Francisco Garcia (Quico el del Cartero) que fue quien me sustituyó... Y hay otro nombre: el de Guillermo Fernandez (Guillermo el del Gordo) que nunca aspiro a ser monaguillo, pero que fue, amen de buen amigo, un incondicional acompañante, y en ocasiones, activo colaborador en mis tareas de sacristía: raro era el acto religioso al que no asistía, salvo en horas escolares, ayudándome en mi quehacer. De ahí que Guillermo haya participado también en muchos "acontecimientos", y de ahí que, con harto placer por mi parte, lo haga figurar en este preámbulo.
Como todo pasa, al fin, el día 5 de marzo de 1949, sábado, realicé mi última función como monaguillo: asistir mediada la tarde a la recepción de los PP Capuchinos que habían de predicar la Santa Misión. El domingo salía con dirección a Valladolid para incorporarme como voluntario al ejercito del Aire, hecho que acaeció el lunes, día 7-3-1949... según consta en mi cartilla militar. Y, tras tantos años como monaguillo, notad dos curiosos hechos, uno que en un mes de marzo se inicia mi historia y en un mes de marzo concluye; otro que con la Santa Misión... !Acabó mi misión!


VIATICO Y NIEVE

Estábamos en las vísperas de la Navidad. Bajo la dirección de Lolina Valdés y en unión de tres o cuatro catequistas, Lolo, Coqui y yo nos afanábamos en instalar el Nacimiento o Belén, a cuyo efecto ya habíamos acarreado a la iglesia el día anterior, embalajes de madera, musgo, "tapines", arena y piedras. Las figuras, que, celosamente guardaba Lola Valdés en su casa durante todo el año, permanecían envueltas una a una en papel de periódico dentro de unas cajas de cartón, en espera de rematar la configuración del paisaje, para ir colocándolas estratégicamente sobre el. (Esta tarea era la que más me gustaba hacer a mi)
En plena "producción" nos hallábamos inmersos, cuando poco después de las tres de la tarde, llego al templo, corriendo y jadeante, desde el Baoño, la sobrina del párroco:
- A ver, acólitos -preguntó-: ¿Cual de vosotros está de semana? 
- !Yo! - contesté - ¿Que pasa?
- Pues que tienes que ir con el cura de Doriga, que está al llegar, a llevar el Viático a Santa Eufemia. Mi tío no puede ir porque está en cama con gripe. Así que vete preparando las cosas...
¡Madre mía, que jarro de agua fría¡ ¡ Con lo feliz que era yo ayudando  a montar el Belén¡... ¡Con la tarde de perros que hacia¡ ¡Con la caminata que aguardaba hasta Santa Eufemia¡ Cual seria la cara de espanto que me quedó al recibir el aviso, que Lolo, acaso compadecido, se brindó a acompañarme.
-¡No te preocupes, que voy yo también¡ Tu, con la campanilla; yo, con el farol.
Este arranque de Lolo, la verdad, que me llegó al alma...
Llegó don José, el cura de Doriga. delante de la iglesia ya esperaba un familiar del supuesto moribundo, con un flacucho y ensillado caballo que facilitaría el desplazamiento del sacerdote. (Los monaguillos, como era habitual, a pie).
Partimos en breves instantes hacia Santa Eufemia. Delante, yo, haciendo sonar la campanilla de cuando en cuando; detrás, Lolo, con el farol; seguía el sacerdote con el Santísimo, jinete en el cansino jamelgo, y, por último, el pariente del enfermo. La tarde infernal: viento helado, y nieve con implacable ventisca... ¿Los paraguas? Los paraguas, más que protegernos, nos creaban problemas en demasía, al tratar de que el ventarrón no les diese la vuelta y los dejase con el varillaje al revés. No irían recorridos más de ochocientos metros desde la salida de la iglesia, cuando, allá por las primeras curvas de la Bravona se acerca Lolo a mí y como compungido, me susurra al oído:
-¡Oye, no puedo más¡ me duele la barriga, tengo que ir a casa rápidamente, toma... Y me entregó el farol. Que no fue a su casa lo supe yo posteriormente. Lo del dolor de tripa era ficticio... ¡ Ay Lolo, Lolo¡ y continué yo solo, con la campanilla, el farol, el paraguas y la ventisca.
Unos metros más arriba entregué el farol al familiar y proseguimos la marcha por el camino que serpentea entre las casas de Sobrerriba. En una de ellas, se vislumbra a una anciana tras el empañado cristal de un ventanuco, y alertada por los toques de campanilla, se santigua al paso del viático. Mas allá un labriego que porta un atado de hierba, se detiene, posa su carga, y descubriéndose permanece en pie firme hasta que nos pierde de vista en la revuelta del camino.
Dejamos atrás las últimas casas del pueblo. A medida que vamos alcanzando cotas más altas, arrecia la ventisca y la nevada va borrando la senda. Por la Cabaña del Marqués ya resulta difícil distinguir entre el camino y los paredones y las sebes de cierre de las fincas.
Tras no pocas dificultades, llegamos a Santa Eufemia y a la casa del enfermo. Unas vecinas, al socaire del pajar contiguo a la vivienda, esperaban la llegada del viático. En la habitación, sobre la mesita, un paño blanco y dos velas: una en una rústica palmatoria, otra, embutida en el cuello de una botella. En la pared, a modo de fondo del improvisado altar, la estampa ajada y polvorienta de San Antonio de algún calendario. El enfermo... enfermo terminal, en estado preagónico. Para hacerle consumir la Sagrada Forma, el sacerdote tuvo serios problemas. Al fin lo consiguió, y después lo ungió con el Santo Oleo.
¿Vamos Don José? - pregunté yo al cura, una vez concluido el acto, y recogidos todos los bártulos- ¡Mire que la tarde está fatal¡
- No mira, vete tu solo - respondió - yo voy a quedarme aquí un rato más porque este hombre está prácticamente en coma, como ves...
¿Ver yo que? ¡ no veía nada¡ Bueno si, veía caer la nieve desde la ventana del cuartucho del moribundo, eso era lo que veía, y temía. Y cogiendo los trastos despedime de la gente con un escueto ¡Adiós¡ y salí apresuradamente de la casa, enfilando el camino de regreso. Deje atrás Santa Eufemia, igual que a la llegada, nieve por arriba y por abajo, y aterido de frío. La luz del día iba haciéndose cada vez más tenue, y yo, temí que la oscuridad de la noche se me echara encima. En vez de caminar, corría. Corría cuesta abajo por el camino del carro que más que ver, adivinaba. Y llegué de nuevo a la cabaña del Marqués y a lo lejos se divisaba vagamente Cornellana. Respiré hondo al comprobar que pese a la intensa nevada, había recorrido rápidamente una buena parte del camino. Ahora ya será más fácil, pensé, pero pensé mal, ya que tan pronto como perdí de vista la cabaña, perdí también la ruta adecuada, y la nieve no me permitía orientarme adecuadamente.
Recordaba yo, porque en alguna ocasión lo había recorrido, un sendero que partía de la calleja, y que a través de un pequeño bosque de castaños, bajaba hasta la fuente de "Furfuguera", desde allí, por una vera de las huertas, se llegaba a las casas del barrio "Ramón", más ahora era incapaz de encontrarla. Bajé por un lado, subí por el otro, volví a bajar, volví a subir y... nada. Todo se reducía a dar infructuosos viajes alrededor de los castaños. Al fin, en una de tantas andaduras, localicé la fuente, no con la vista, sino por el rumor del agua que manaba de sus caños a chorro lleno y que se estrellaban con fuerza sobre la pileta. Me detuve un instante para completar mi orientación y a unos doscientos metros divisé una mortecina luz que se colaba por el resquicio de una puerta. allí me dirigí, era la cuadra de Angel el del Cabaño, y en ella se hallaba el, arreglando el mullido para las vacas, mientras su mujer ordeñaba una de ellas.
-Buenas tardes, saludé, comenzando a llorar a lagrima viva-
-Hola, contestó Angel. Pero ¿que te  pasa? ¿porque lloras? y les narré entre sollozos mi odisea.
-Pobre rapacín, exclamó su mujer-
-Tranquilo, hombre, tranquilo - me dijo Angel - Ahora ya estás en casa, como quien dice. Ven, que te guiaré para que llegues sin contratiempos a Cornellana. Y por la propia cuadra me condujo Angel a la parte delantera de la vivienda.
-Mira, me dijo, aquella casa que se ve al fondo, es la Casada. Sigues recto y encuentras el camino de La Cuesta. Por ahí, además, hay poca nieve, no tendrás problemas.
¡Gracias Angel, gracias, que Dios se lo pague¡
Reanudé la andadura más sosegado, aquel paraje ya lo conocía mejor. rebasé La casada, y tomé la senda que por La Cuesta, desciende a hacia el llano. El espesor de la nieve caída, tal como me había dicho Angel, iba disminuyendo a medida que la ladera perdía altitud.
En pocos minutos ya estaba junto al Molín de Arriba, al lado del Nonaya. ¡Que alegría¡ en un santiamén se desvaneció en mi mente la horrible pesadilla de una accidentada caminata que ahora tocaba a su fin. Diríase que ahora regresaba a mis dominios tras una infeliz campaña por tierras extrañas... y retozando ahora, continué el camino que discurre paralelo al Nonaya, hasta que llegué al Campillo. En la campana del reloj de la torre sonaban las ocho de la tarde.
Entré en la iglesia, no había nadie, encendí las luces y tras posar sobre el altar que queda junto a la puerta de la sacristía el ato que traía conmigo desde Santa Eufemia, me acerque hasta la zona en la que, horas antes, estábamos instalando el nacimiento. Comprobé que había concluido la obra; hasta las figuras de barro, parte final del montaje, se hallaban colocadas en sus sitios habituales. Con lo que me gustaba a mi realizar esta tarea...
Antes de marcharme a casa, completé mis obligaciones diarias con el toque del Ángelus: cerré la puerta del templo, metí la pesada llave en el bolsillo y me fui...
A la mañana siguiente, cuando Lolo llegó a la sacristía y me preguntó cómo me había ido camino de Santa Eufemia, ni le contesté.

"Con el paso de los años, y ya ha llovido desde entonces, no me ha hecho olvidar el sufrimiento de aquella infernal tarde, camino de Santa Eufemia, en vísperas de Navidad.
Y aún me estoy preguntando porqué el cura de Doriga optó por retrasar su viaje de regreso, permitiendo que un chaval de poco más de diez años hiciese solo el retorno, con el evidente peligro que representaba la ventisca, la nieve acumulada y la proximidad de la noche"









                                             











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